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El inventor

Vamos a hacer un test rápido. ¿Sabes quiénes son y qué tienen en común Edison, Volta, Tesla y Franklin? Seguramente, por muy rubia que seas. Para ponértelo más fácil, ¿y si metemos en la lista a Leonardo da Vinci, Watt y Graham Bell? Ya no hay dudas: ¡inventores!

Sigamos con nuestro test. ¿Qué te dice el nombre de Augustin Mouchot? Probablemente nada. Pues que sepas, rubia, que también era inventor. Pero a Mouchot la celebridad no le ha acompañado en la posteridad. Por lo menos, no hasta ahora.

Porque, ahora, Miguel Bonnefoy (y Libros del Asteroide, en su edición en español) han rescatado a este personaje que llegó a ser relevante en su época, para que todos conozcamos su historia, sus hallazgos, sus desdichas e infortunios (muchos) y para que disfrutemos de una verdadera maravilla de biografía que lleva por título "El inventor".


En el Siglo XIX, el siglo de los descubrimientos, el siglo del progreso, hubo una irrupción de genios e inventores pioneros en una efervescencia desconocida hasta entonces. El Siglo XIX fue pródigo en aplicaciones para la máquina de vapor, que posibilitó el nacimiento de lo que conocemos como era industrial en la recta final del siglo anterior. Como resultado de ese frenesí científico, todavía hoy, somos herederos de multitud de inventos y comodidades actuales. Los autores de estos inventos son, como has podido comprobar, nombres famosos que se estudian en todos los colegios. Pero no todos los inventores gozaron del éxito y han sido todavía menos los que han pasado a la posteridad de los libros. Mouchot es uno de tantos de ellos, un visionario que no aparece en ningún libro de texto, a pesar de que llegó a tener un importante reconocimiento en (parte de su) vida.

Predestinado a morir pronto, Mouchot logra escapar de un triste destino prematuro hasta convertirse en un profesor de matemáticas en la Francia profunda. Su vida no habría revestido de ninguna trascendencia de no ser por su obsesión, sobrevenida de forma más o menos fortuita, con el Sol. Y quien dice con el Sol, dice con la energía solar y sus aplicaciones, como fueron, por ejemplo, una cocina solar (no la inventó Mouchot, pero sí la perfeccionó bastante, lo suficiente para entrar en la órbita del ejército francés) o un motor solar. Sí, sí, lo que lees, rubia, un motor solar. ¡Atiza! Este buen hombre sería un crack ahora con las energías renovables y los coches eco! Seguramente, pero, en su momento, no tanto. Veámoslo.

A pesar de tener casi todo en contra desde su nacimiento, la constancia y el tesón (cabezonería, vaya) de Mouchot y algún toque de fortuna, le llevaron a hacer algunas demostraciones en público de sus inventos solares. Una de estas demostraciones fue ante Napoleón III, ni más ni menos. Como Mouchot y el éxito no se llevaban generalmente bien, durante la demostración imperial le sucedió lo peor que le puede pasar a un experimento solar o a una feria del libro: un aguacero. Por suerte para él y de manera inesperada, Napoleón III le ofreció una segunda oportunidad en Biarritz y, esta vez sí, un día soleado le permitió deslumbrar (nunca mejor dicho) al viejo emperador y, de paso, abrirle la puerta de la Academie, de recursos para continuar sus experimentos y de un viaje al paraíso de la luz que es Argelia. El resultado de un trabajo desmesurado, obsesivo e infatigable durante años alcanzó su máxima recompensa en la Exposición Universal que tuvo lugar en el recién inaugurado Palacio del Trocadero y el Campo de Marte en París en 1878, la misma en la que Alexander Graham Bell expuso algo llamado teléfono y se presentó la cabeza de la Estatua de la Libertad.

Mouchot, por tanto, no fue un cualquiera y tuvo su reconocimiento. Pero, como ha sucedido con tantos otros pioneros, ese éxito fue efímero. Las cosas se torcieron. Primero, el motor solar de Mouchot tenía como principal destino a los ferrocarriles, movidos por el carbón, un recurso sucio y que se estaba agotando en Francia; todo parecía indicar que el Sol, generoso, daría la energía necesaria a las máquinas ferroviarias, pero el descubrimiento de nuevos yacimientos de carbón en el este de Francia hizo que la historia sea tal y como la conocemos y que la máquina solar de Mouchot fuese innecesaria y quedase olvidada. Segundo, la misma luz solar necesaria para calentar el agua de la máquina de Mouchot fue la causa de su ceguera, iniciada en uno de los viajes a Argelia. Mouchot y la adversidad, todo en uno. Y como ya te figurarás, Mouchot acabó sus días prácticamente en la ruina, casado/explotado/secuestrado por una mujer loca de atar y, para los de su tiempo y para nosotros, olvidado.

Olvidado hasta que Miguel Bonnefoy decidió escribir su historia. Y escribirla como sabe escribir uno de los escritores franceses contemporáneos jóvenes más solventes. De manera magistral. Finalista del prestigiosísimo Premio Goncourt en 2020 (que ganó Hervé Le Tellier, con "Las anomalías") y de varias de sus modalidades (Goncourt de Primera Novela en 2015; Goncourt des Lycéens también en 2020) y ganador del Premio de los Libreros de Francia. Ahí es nada. De sus novelas, destaca "Herencia" (la finalista del Goncourt, que yo no he leído, conste) y"Azúcar Negro", muy recomendable. Ambas novelas están publicadas por esa joya editorial de Ricardo y Eva, Armaenia Editorial.

Con "El inventor", Bonnefoy construye una biografía parcialmente novelada, escrita de forma clara y muy elegante, recordando el gusto del genio de Stefan Zweig. Abundan los detalles (da igual que sean ficticios o no), acompaña la ambientación en el discurrir del personaje y la historia de Mouchot avanza suavemente y sin prisa. Ojo, no vayas a pensar que es la narración es lenta porque no es el caso; esta lectura es una auténtica delicia y para nada se hace pesada. Al contrario, las 168 páginas se hacen demasiado cortas.

Augustin Mouchot, más de un siglo después de tu muerte y gracias a "El inventor", tenías razón:

aunque lo parezcas, no estás muerto.

Ya tienes tu sitio en la memoria.

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